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En 1929, a punto de incorporarse el sonoro en todas las cinematografías mundiales, el portugués Jorge Brum do Canto nos ofrece este poema visual que poco tiene que envidiar a las posteriores obras de Bresson e incluso a alguno de los ensayos de Godard. Fue su primera película y el pasaporte para entrar en la centenaria, pero no por ello ahora mismo menos joven, historia del cine.
"Poema visual", hay que recalcar este adjetivo, con ella Brum do Canto se inscribe dentro del movimiento más puramente vanguardista y se une a obras de Richter, de Ruttmann y de Epstein. Imágenes caleidoscópicas, planos descentrados para reforzar el dramatismo del texto, estatismo de actores... todo para imbuir a la trama del sentido figurativo que pretende el director, quien es, asimismo, el protagonista de la historia.
Al margen del mismo Brum do Canto, el resto del elenco es amateur y esa misma circunstancia sirve para realzar la trayectoria del guión. Se trata de un hidalgo caballero que va en busca de su princesa amada para desposarse con ella, pero por el camino, tras una breve parada que le sirve para repostar energías, deberá lidiar con fuerzas fascinantes pero maléficas que se interpondrán en su camino para impedir que alcance su objetivo.
Fábula sin moraleja, ejercicio de estilo inédito, "A dança dos paroxismos" es una obra que escapa de los postulados típicos de su época y que debemos apreciar con toda su carga rompedora. No es difícil entenderla, a pesar del hermetismo que nos puedan ofrecer algunas imágenes. Pero también cabe preguntarse si es lícito plantearse esa "comprensión" o, sencillamente, dejar volar los sentidos y unirse a la belleza de este mediometraje tan provocador como sorprendente.