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Si viendo “Ogin-sama” no podemos evitar acordarnos de Mizoguchi no es sólo porque haya escenas, motivos o situaciones que podrían remitir a las geniales “Chikamatsu monogatari (Los amantes crucificados, 1954)” o “Yokihi (La Emperatriz Yang Kwei-fei, 1955)”, entre las más evidentes, si no por el papel predominante que los sentimientos tienen por encima de cualquier ámbito político. Tanto Tanaka como Mizoguchi son capaces de simplificar hasta el extremo la exposición del tema político en tramas sencillas, casi ingenuas en su planteamiento, pero capaces de ahogar sin miramientos la compleja red, esta sí, sentimental donde sus personajes se agitan. El mayor tabú en estas tres películas no es otro que el amor, pero creo que hay una importante diferencia entre ambos cineastas. Muchos personajes mizoguchianos se encuentran o descubren el amor. A veces sin pretenderlo, a veces demasiado tarde. Es una emoción que los revoluciona y altera obligándoles a reconocer algo dormido o anestesiado que no sabían que podían experimentar. En las películas de Tanaka no hay letargos, sino anhelos. La emoción y la excitación no sobrevienen porque ya están alojadas, solamente se liberan. ¿De dónde salen esos planos casi desquiciados, que Fuller o Ray podían rodar en esa época, en la primera ocasión que vemos juntos a los poetas Fumiko y Mori en “Chibusa yo eien nare”? Poeta del reencuentro, Mizoguchi traspasa todas las fronteras; Tanaka -la misma cuya voz acompañaba y consolaba desde la otra orilla en “Ugetsu monogatari (Cuentos de la Luna pálida después de la lluvia, 1953)” y “Musashino fujin (La dama de Musashino, 1951)” de Mizoguchi- es tan romántica como terrenal y culmina estremecedoramente “Ogin-sama” exactamente una etapa antes que el final de “Yokihi”.
Mario Vitale