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Béla Tarr es un rebelde. Su cine se rebela contra las estructura habitual de la narración y, bebiendo de lo construido en el pasado, destruye para luego construir de una manera nueva (luego reincidiremos en esta idea). La audaz y siempre personal forma de desarrollar la película del húngaro logra por sí sola un ejercicio cinematográfico digno de elogio.
La cámara de Tarr casi siempre está inquieta, y se mueve acompañando a un personaje, redescubriendo el escenario y descubriéndonos a nuevos personajes. Sin embargo, cuando la cámara se detiene lo hace por MUCHO tiempo. La obsesión del director por dotar a la película de la autenticidad de lo cotidiano (lo cual aplaudo) le lleva a una desmesurada recreación en momentos intrascendentes que hace que los importantes se diluyan en medio de la rutina de los personajes.
Y a pesar de este defecto, Armonías de Werckmeister sigue siendo una cinta arriesgada, innovadora, fascinante y sellada con un estilo inconfundible, para bien o para mal.