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Fueron muchas las zarzuelas llevadas a la pantalla durante la época del cine mudo en España. Una contradicción aparente, pero que se explica por dos razones: la primera, la popularidad del género en aquellos tiempos hacía que sus títulos y argumentos fueran conocidos del público; la segunda, porque el cine silente nunca fue silencioso, y los músicos que acompañaban a las proyecciones (desde una orquesta en locales de estreno de las grandes ciudades a modestos pianistas solitarios en poblaciones menores) interpretaban las partituras escritas para el teatro. En ocasiones, algunas figuras de la interpretación cantaban los temas principales, junto a la pantalla.
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La película tuvo una buena distribución en el extranjero y en un texto a comienzos de la misma se nos dice que al filmarla se pretendió huir de la imagen de la España de pandereta y mostrar, en cambio, la fuerza y valores de nuestra raza (algo que no se confirma, puesto que en ella abundan los tópicos por todos conocidos). De hecho, su director, Jose Buchs, quedó tan satisfecho de su trabajo que diez años más tarde, en 1932, realizó una versión sonora del tema. La trama se centra en una famosa zarzuela.
La localización de la acción en Córdoba permite a Buchs -y al director de fotografía José María Maristany- recrearse en un buen número de rincones turísticos de la ciudad y en algunas faenas del campo, ciñéndose en el resto de las escenas a los interiores y exteriores del cortijo. En estas ocasiones es cuando Buchs se atiene a la puesta en escena frontal en planos de conjunto con reminiscencias teatrales. Sin embargo, la orquestación del flashback, recurriendo a un nuevo punto de vista de unos hechos que en el primer acto nos habían sido revelados sólo parcialmente lo sitúan un escalón por encima de la mediocridad que suele asociarse su cine, tendente al desaliño.