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En el imaginario castillo de Malasia tienen lugar, a lo largo de los años, cuatro carnavales de distintos significados. El primero, el blanco, es el de la niñez pura e inocente; el segundo, el azul, es el del amor y la juventud; el tercero, el rojo, es el de la pasión violenta y destructiva; y el cuarto, el negro, es el de la muerte y la locura. Todos escenificados en un ambiente donde se mezclan nobles y villanos, dado que ya sabéis que en esa época del año es cuando se permiten tales desmadres contra natura, donde el cortesano se convierte en el más bajo de los aldeanos y el mezquino ser del vulgo alcanza la categoría de refinado señor, siempre con ayuda de la máscara que oculta pecados, categorías sociales y vergüenzas.
Espléndida recreación de época la que nos ofrece Amleto Palermi, ayudado por la maravillosa Lyda Borelli, que aquí queda un tanto apagada por la profusión de intrigas palaciegas, de tramas perversas entre familias opuestas y de romances desgraciados que conducen al desenlace final, una errónea puñalada a quien menos lo merece. Florecen los decorados reproducidos con minucioso detalle, las libreas y los miriñaques y las ansias de poder entre hijos, hermanos, primos, amantes y corazones resentidos, hasta el punto que cabe imaginar que tras cada cortinaje se esconde una mano asiendo una daga, un sirviente provisto de un brebaje envenenado o unos ojos reconrosos que buscan y esperan encontrar venganza.
Retrato de una época muy bien fotografiado y que nos obliga a mantener los cinco sentidos en cada fotograma y cada cambio de estación, puesto que la abundancia de personajes se multiplica y al final uno apenas recuerda quién es el amante de quién o qué facción familiar desea ostentar el poder con mayor ansiedad. Una bella, densa película, que no puede dejar indiferente a un corazón tan selecto como el vuestro.
