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Esas películas que, con el paso del tiempo, han sido catalogadas como obras maestras, suelen conservar su espíritu y frescura, a lo largo de décadas. Y eso le ocurre a esta segunda obra de la realizadora Agnès Varda, quien durante 28 años compartió su vida privada y profesional con el realizador también francés Jacques Demy.
La historia no puede ser más sencilla: describe dos horas vespertinas de una mujer en París. Una mujer mantenida por su amante, con ama de llaves, que se dedica a la canción en un Montparnasse bohemio, que recuerda más a André Breton que a André Bazin. Esta mujer. que vive sólo para sí misma, tendrá un encuentro accidental con un soldado destinado a Argelia, que le hará olvidar de la pequeñez de su mundo personal en el que vive ensimismada, sospechando una posible enfermedad.
Filmada en largas secuencias, a modo de capítulos, resulta imposible no destacar dos entre todas ellas, la de su encuentro con Bob, el pianista encarnado maravillosamente por el recientemente desaparecido Michel Legrand y la del cine mudo en la que aparecen Jean Luc Godard y su musa Anna Karina, junto a otros nombres famosos como Eddie Constantine, Sami Frey o Jean-Claude Brialy.
Pero, si analizamos la película detenidamente descubriremos en ella dos partes claramente diferenciadas y de duración similar (45 minutos). En la primera, ella es el centro de atención de todo, es la cantante famosa y admirada. Pero, al quitarse la peluca, saldrá a la calle y descubrirá que hay otros problemas más importantes que los suyos, en la persona de Antoine, una víctima de esa guerra atroz de Argelia, que marcó tanto a los franceses en los años 60, como a los norteamericanos la guerra de Vietnam una década después.