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Richard Oswald firma esta enloquecida comedia de enredos que proviene de una obra teatral con música estrenada en los años veinte.
Sorprenderá, en un principio, que un director como Oswald, que utilizó el expresionismo en tantas de sus películas, se atreva con un tema tan ligero -algunos dicen que lo es-, como una comedia, que podría pasar por vodevil sin ningún apuro. Sin embargo, Oswald sale con fortuna de la prueba gracias a un ágil y milimétrico guión, dentro del cual los personajes se mueven a un ritmo medido y donde no falta ni sobra un plano. Es más, en algunos momentos flota en el aire un regusto lubitschiano innegable, especialmente en ese pasillo donde se agrupan los camerinos de los artistas, cuyas puertas se abren y cierran al unísono con personajes en su interior que tienen algo que esconder.
Con una puesta en escena bien cuidada y una interpretación que bordea la perfección, el espectáculo no desmaya ni un segundo en su pretensión de distraer al espectador y en algunos instantes en conseguir llevarle a la carcajada. Hay que ver, por ejemplo, a ese cincuentón panzudo, Henry Bender, disfrazado de corista y mostrando una agilidad impensable. O a Ossi Oswalda, la que fuera llamada "Pickford alemana" y a quien recordaremos en "La muñeca", de Lubitsch, jugando a su antojo con quien le place.
Tampoco falta la crítica social-urbanística, con esa puerta de Brandeburgo "envuelta" por obras como si se tratase de un objeto embalado a punto de ser llevado a Correos. Hay escenas desternillantes, como la cena entre el panzudo y la bailarina, él sudando como un descosido por la esterilla térmica que tiene bajo el culo y tratando de "cortar" una ostra con cuchillo y tenenedor, y ella pidiendo lo más caro del menú, para más agobio de su acompañante. O el mismo desenlace, cuando cada personaje se quita la "máscara" y descubre quién es y qué busca.
Eddie Constanti