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Antes de empezar a alabar los indudables méritos artísticos de esta cinta, quiero hacer hincapié en una cosa: nos hallamos ante una película muy adelantada a su tiempo. Hay que tener en cuenta que es este un filme de 1.962, producido por una gran compañía y protagonizado por dos actores en la cima de sus carreras. Pues bien, en una sociedad tan pacata como la americana, una historia que mezcla violencia, sexo, pederastia, venganza, machismo y malos tratos había que tener mucho valor para llevarla al cine, por mucho Kennedy que estuviera en la Casa Blanca (recordemos que seguía en vigor el código Hays, que, entre otras cosas, prohibía mostrar detalles de asesinatos brutales, la demostración de un comportamiento sexual “ilícito”, como el adulterio, o mostrar determinadas partes del cuerpo, entre ellas el ombligo).
Entrando ya en las virtudes meramente cinematográficas de la película, las interpretaciones de todo el elenco artístico son memorables, pero es Mitchum, con ese malvado Max Cady, tan atractivo como el predicador de “La noche del cazador”, quien se lleva el gato al agua.