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Se puede constatar que el cine de Ozu en el silente tendía más a la alegría, muchas veces bañada de amargura, en vez del dramatismo más crudo. En esta película, ese hecho conduce a un patetismo genuino de una manera mucho más natural que nunca en, pongamos por ejemplo, una película de Chaplin. Ozu siempre reconoció que apreciaba la imagen de un rostro desnudo en la pantalla, como sublimación de todas las verdades y defectos de la humanidad.
Sin embargo, en sus películas silentes su confianza en el rostro es mucho más activa, ya que utiliza la iluminación y el encuadre para transmitir la expresión tanto como la capacidad inherente de los artistas. Ozu puede ser único en el sentido de que las actuaciones en sus películas mudas se parecen más a la "actuación de una película" en el sentido occidental, en la que los actores parecen estar más endeudados con la tradición del escenario japonés. Aquí, de nuevo, y ya desde sus primeras películas, todo "parece" más occidental. El director aún no se había convertido en el "mandarín" que conocemos de sus años posteriores. El sentido de la humanidad del director, sin embargo, estaba plenamente expuesto. Sus rostros silenciosos están a la altura de los de Dreyer, o de Rembrandt, por su expresividad. Y entre esos rostros, no cabe olvidar que se encuentra el de la futura estrella, Hideko Takamine, aquí con sólo siete años de edad.