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Premios
1962: Festival de Cannes: Premio Especial del Jurado
Pierre Sorlin supo elaborar una interpretación valiosa y atrevida, aunque excluyente y por eso empobrecedora, del film. Escribe que el eclipse que la película muestra no es otro que el de la ciudad de Roma que comienza a desplegarse más allá de sus muros históricos: a descentralizarse, por recurrir a un término que serviría para describir el proceso desde el urbanismo. (Cambio que, de manera sesgada, está insinuado tanto en Europa ’51 como en Accattone, pero que, quizá, pueda haber pasado desapercibido para aquellos que habitaban, por aquellos años, en la zona céntrica –como lo son Piero o la madre de la protagonista en L’eclisse.)
Cuando a poco de comenzar el film, Vittoria se aleja del departamento de Ricardo tras una noche de disputas que el espectador debe imaginar porque la película se inicia en el alba posterior, camina, primero sola y después junto a su ex amante, por un espacio de calles vacías (tan sólo un niño las cruza), árboles, unos pocos curiosos edificios y torres de departamentos al fondo, apenas recortadas por las primeras luces. Es –Sorlin lo adivina rápidamente– el distrito que Benito Mussolini eligió para que en él se levantara la Exposición Universal de Roma, que nunca llegó a organizarse, donde se están asentando, contemporáneamente al rodaje, las nuevas urbanizaciones que el relato detalla en varias de sus secuencias y a las que le dedica el audacísimo final, aun si se lo contempla desde este nuevo siglo, donde reaparecen, casi vaciados de presencias humanas, como escenarios abstractos dignos de una película fantástica, muchos de los lugares que fueron testigos del acercamiento entre Vittoria y Piero.
Esos nuevos espacios que ocupa nada parecen decirle a la clase media, ni por lo tanto provocar a sus habitantes. Vittoria sigue encadenada a sus relaciones en el centro: visita el departamento de su madre, una de cuyas ventanas da al Vaticano, o el de los padres de Piero, tan semejante a un museo, o la Bolsa de Roma y sus afiebradas adyacencias, o la oficina de corredor de bolsa de su actual relación, cuya escalera de acceso amenaza con derrumbarse. En su lugar, algunas serenas fotos tomadas en una Kenia que bullía (se independizaría de la corona británica el 12 de diciembre de 1963), que ella ve en la vivienda de una ocasional amiga, disparan su imaginación, excitándola más allá de su sufrida indiferencia. Se extasía frente a las imágenes: naturaleza y animales salvajes, se disfraza de nativa y baila al compás de una música tribal, ebria de un país al que puede recrear porque no conoce. En una habitación donde nada recuerda a Roma –en un momento hasta desaparece el idioma italiano de la banda sonora– puede ser otra. Esta secuencia maravillosamente construida por Antonioni y tan semejante a la del revelado de las fotos en Blow Up, describe satisfactoriamente la honda insatisfacción de Vittoria, su necesidad de escapar de una organización del mundo que no le ofrece respuestas a sus necesidades de mujer independiente. Un mundo en que lo viejo parece no servir y en que lo nuevo no termina de diseñarse claramente, recordando a Gramsci.
Si la mirada, implacable, sobre quienes frecuentan la Bolsa de Roma desatentos a la belleza del edificio, desestima toda esperanza, lo que todavía está en construcción tampoco permite alentarla. Son algunos deslizamientos donde el peso de lo cotidiano parece quebrarse –esas fotos africanas mencionadas, el viaje aéreo de prueba donde pueden verse cercanamente las nubes, el apartado aeroclub de Verona– los que permiten una suerte de momentáneo respiro a una Roma que ahoga: en deriva hacia no se sabe dónde. La mirada de Antonioni, al contrario que la de Rossellini al menos en su etapa bergmaniana, no busca respuestas, sólo escruta. Pero, tanto el rodaje de Europa ’51 como el de L’eclisse provocaron en sus autores similares reacciones. Ya nos referimos más arriba al alejamiento cinematográfico de su ciudad natal del cineasta de Viaggio in Italia; en cuanto a Antonioni, pasarían veinte años antes de que, con Identificazione di una donna, volviera a ambientar un largometraje en Roma.
Entonces, ¿habrá que coincidir con Sorlin cuando literalmente dice, reitero, que “la película nos narra un eclipse, el eclipse de Roma”? Sí, pero a condición de aceptar que no sólo indica esa desaparición. Insinúa, asimismo, que se ausenta una concepción del mundo, y por tanto del hombre, que al irse nos deja sus viejas, y ya poco confiables armas, para adentrarnos en el desierto, tan bellamente filmado, en años siguientes, por Pasolini en Teorema y en Porcile y por el mismo Antonioni en Professione: reporter.