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El título de la película se refiere a un juego para niños en el que un niño es la "oficina general de Correos" y otro tiene los ojos vendados. Ese niño designa a cada uno de los otros niños un pueblo. Luego se sientan en sillas; cuando Correos llama a un par de pueblos, esos niños deben ponerse de pie, aplaudir e intercambiar asientos antes de que el ciego pueda tocar a uno. El que pierde, cambia de lugar con el ciego. Si el ciego está luchando (en la guerra), Correos puede anunciar "Correo general", después de lo cual todos deben ponerse de pie, aplaudir y buscar una silla antes de que el ciego pueda tocar a alguien. Es una escena de caos e hilaridad.
Robert Henderson Bland (su papel más recordado en la pantalla fue el de Jesús en "Del pesebre a la cruz), es sastre en un pequeño pueblo inglés, en 1912. Él y Lilian Braithwaite, la hija del aristócrata local Dawson Milward, están enamorados, pero la familia, naturalmente, lo desaprueba. El sastre decide volver a Londres y ella se ofrece a ir con él, pero él la convence de que no funcionará. Luego llega la Primera Guerra Mundial y termina como coronel del regimiento de su hermano.
J. E. Harold Terry escribió la obra de teatro en la que se basa esta película y Elliot Stannard le hizo un buen guión, que nos habla de la estructura clasista de la Inglaterra de antes y durante la Gran Guerra. Aunque hoy el desenlace de la trama no sorprenderá a nadie, el director Thomas Bentley demuestra un fino estilo visual para todas las escenas. A pesar de que en nuestros días la historia puede parecer trivial, es un retrato contemporáneo importante, interpretado con la habitual frialdad de los productos británicos.
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Se trata de una película inglesa con una correcta factura, pero que promete mucho más de lo que ofrece. En principio pudo haber sido una obra cercana al estilo de la famosa "Orgullo y prejuicio", pero poco a poco va quedándose en el listón de un simple melodrama de costumbres con un ligero toque de denuncia social. La intolerancia de cierto sector de la sociedad inglesa más rancia, contra los esnobismos propios de su estatus frente al de la población menos afortunada. Sin embargo, el prometedor discurso se diluye en un montón de sinsentidos más o menos románticos y de hecho se llega hasta el final predecible inicialmente pero dando mil vueltas y a veces rozando el absurdo.
Correcta factura, como dijimos, buena interpretación, siempre dentro de esa selecta frialdad británica, y una ambientación que denota el origen teatral de la pieza, donde sin duda cabría la fama de obra muy crítica con que ha trascendido.
