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Deliciosa historia de amistad entre un operador y un muchacho que apenas levanta unos palmos del suelo.
No sólo resulta magnífica por trazar un relato tan natural y humano en tan poco tiempo, sino por saber emplear todos los recursos con inteligencia para transmitir intensidad a una relación de lo más entrañable. Una relación donde un personaje (el operador) toma, involuntariamente, partido en la enseñanza del otro (el muchacho) y se erige como una figura casi-paterna advirtiéndonos de que no sólo será un defensor de ese pequeño violinista, sino también se empeñará en darle unas directrices necesarias para que el chaval pueda llegar a apreciar todo aquello que se le ha dado, y no desprecie lo que se le ha permitido tener y que tantos otros no podrían llegar ni a atisbar.
Así, y con unos mimbres tan cuidados, Tarkovsky lo único que necesita es encomendarse al brillo de una fotografía que cautiva con su impresionante plasticidad (de la que luego volvería a echar mano en "La infancia de Iván" o "Solaris") y a la excelencia que desprenden unos planos cuidados al detalle, que no sólo logran otorgar fulgor a la obra, sino también un contrapunto distinto a esos espacios urbanos tan marcados en los que se desenvuelve la acción.
Cabe destacar, además, unas interpretaciones bien construidas y ceñidas a lo necesario que, aunque no se asemejan al trabajo que realizaría a medida que avanzaba en su carrera Tarkovsky, logran que nos sintamos partícipes en esa historia de emociones arraigadas y, ante esa conclusión, palpemos de nuevo un bello retrato tan bien construido como emocional.