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Mark Donskoy, director ruso no muy frecuente en nuestras pantallas, dirigía aquí su primer largometraje, acompañado por Mikhail Averbackh. Se trata de una parábola sobre los distintos caminos de dos amigos que se dirigen a la ciudad, en busca de fortuna para triunfar con sus diferentes aptitudes. Uno es un inventor en ciernes y el otro un poeta cargado de sueños. Éste caerá en el sofisticado mundo de las celebridades vacías de sentimientos y el inventor encontrará enseguida un trabajo como albañil y constructor.
Bien hilvanada y excelentemente interpretada, la película tiene retazos de la más clásica cinematografía rusa, con Eisenstein como eslabón bien visible para los logros del director. Funciona en su aspecto melodramático y como producto de reflexión sobre cierta sociedad postrevolucionaria, capaz de encumbrar a una persona y hacerla caer de su leve pedestal en apenas unos días; falsedad, vicios y estupidez son sus emblemas. Hay también unas imágenes del gran Moscú, filmadas de forma frenética ex profeso, para significar la confusión y el aturdimiento artificial de esa época.
Los personajes están correctamente trazados y la historia huye de moralinas innecesarias. En resumen, un pequeño descubrimiento con virtudes que hacen recomendable su visión.