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No es uno de los cortos de Griffith más renombrados pero atesora todas las cualidades del director, ya en plena posesión y dominio de los recursos expresivos que él mismo había ido dando forma en el transcurso de los años anteriores. La trama está expuesta de forma clara y precisa, con una buena utilización dramática de los (escasos) insertos en primer plano (el perrito ejemplificando la inocencia, el barril de pólvora, las hojas mecidas por el viento), hasta llegar a una parte final en la que se evidencia la maestría que había alcanzando Griffith a la hora de crear suspense a base de combinar tomas alternas de diferente duración, todo ello al servicio de una enseñanza de carácter moral, tan habitual en el director.