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Premios
1998: Venecia: León de Plata; mejor director
Kusturica, que obtuvo el León de Oro a la mejor dirección con esta película en Festival de Cine de Venecia 1998, estaba dispuesto a dejar el cine después de la polémica política que suscitó su anterior trabajo, Underground, ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Apoyado por su equipo habitual, decidió embarcarse en este nuevo proyecto que, al inicio, iba ser un documental sobre la banda de música formada por gitanos que aparecía en Underground.
Tres generaciones pertenecientes a dos familias se reúnen para celebrar una boda de compromiso con la que los contrayentes no están de acuerdo. Emir Kusturica, que había anunciado su retirada del cine tras los ataques políticos recibidos en Francia por su lograda "Underground", realiza una metáfora sobre la situación de su país después de la guerra y denuncia los pactos contranatura, al tiempo que critica la generación intermedia, a la que identifica con las atrocidades cometidas en la guerra. Kusturica muestra un universo singular en el que los cerdos devoran los coches, los músicos tocan atados al tronco de un árbol o donde los patriarcas viajan en sillas de ruedas que parecen carrozas de carnaval.
Hay cineastas que sólo consiguen desarrollar todo su talento atrincherados en los límites de un mundo reducido e intransferible, desde el que consiguen proyectar una penetrante mirada sobre la inmensidad del panorama planetario. Emir Kusturica, que sin duda pertenece a esa raza de localistas universales, vuelve una y otra vez a ese concentrado de ingenuidad y picaresca, de diversión y penuria, de caótica e indescifrable estructura tribal que articula su particularísimo mundo de los gitanos. Su tosca y olvidable experiencia americana, aquel despropósito titulado El sueño de Arizona, que no conseguía ser carne ni pescado, así lo certificó en su momento.
"Gato blanco, gato negro" es una prolongación de "Tiempo de gitanos" y de la ya antes mencionada "Underground". Es una mezcla de comedia y de drama sin solución de continuidad, que hace recuento del pasado y toma el pulso a esos nuevos tiempos en los que sus personajes viven mejor cuanto peor funciona su entorno, auténticos reyes de la marginalidad, timadores timados en una civilización en la que ya no quedan puntos de referencia y los hasta ahora existentes se convierten en sus iguales en el arte del trueque y del regateo.
Casi nadie será capaz de reconstruir la madeja argumental sobre la que transcurren las invenciones de Kusturica, pero el tono torrencial en el que se manifiesta ese cúmulo de cuadros estruendosos, carnales, festivos, en los que la miseria se superpone a una ostentosidad, piezas de oro en una dentadura picada, donde los impulsos individuales se enfrentan a la ancestral inercia de las tradiciones, ese barroco fluir de imágenes sobrecargadas, quedará para siempre grabado en la memoria.