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"Los últimos días de Pompeya", obra vertida al cine casi tantas veces como "Los tres mosqueteros" o "El conde de Montecristo", nos sirve, en esta ocasión, para dedicar este espacio a dos divas italianas tan poco conocidas que apenas existen datos sobre ellas: Suzanne de Labroy (aquí en el papel de la esclava ciega Nidia) y Cristina Rusoli como Jone, la amada de Glauco. Sabemos que ambas intervinieron en varios peplums de la época, coincidiendo incluso en más de uno ("Espartaco", "Salambo", "El suplicio de los leones"...). Hablamos de escenarios con largos cortinajes, interiores poblados de columnas y zócalos de paredes decorados con cenefas propias de la era romana. Cartón piedra por todos lados y estilo declamatorio entre los intérpretes.
Ya sabéis la historia: Glauco, rico ateniense, está enamorado de Jone y a su vez es deseado (castamente) por su esclava Nidia, ciega pero, como podremos descubrir, capaz de dar con todos los caminos gracias a su arte palpatorio en plena oscuridad. El apoteosis tiene lugar en la arena del circo, donde Glauco es conducido para morir en las fauces de los leones. Corría el año 79 después de Cristo y por entonces los romanos gastaban esas bromas. Los directores son Ubaldo Maria del Colle y Giovanni Enrico Vidali, al servicio de la acreditada casa Pasquali, que tantas delicias legó a la posteridad de cinéfilos.
Luego llega la gran fogata-derrumbe de Pompeya, como justo castigo a la perversidad de turbios personajes de la nobleza romana y a las traiciones de viles centuriones y servidores sin escrúpulos (aquí de raza negra, para más inri, como diría Trump). En este caso los edificios desplomados y las calles plenas de ruinas no son demasiado vistosas y se limitan a rescoldos fumígenos mientras los protagonistas huyen buscando el mar (que, curiosamente, encuentra la "ciega" Nidia). Os propongo, pues, daros un baño de túnicas, danzarinas más o menos exóticas, mazmorras subterráneas y prácticas diabólicas en este bonito peplum, bien conducido y muy ameno. Nos queda, sin embargo, el deseo de ver cómo elaboró el mismo tema Eleuterio Rodolfi ese mismo año (1913), algo que, ¡ay!, mucho nos tememos no será posible, ya que la copia de Rodolfi está perdida en el limbo de las momias del celuloide.