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Claro, uno lee la sinopsis y piensa que se encontrará con un drama psicosocial con profundas vicisitudes de los personajes y una carga de crítica considerable. Dejadme, sin embargo, que lo reconvierta en algo más llevadero. Veamos, Hélène ve morir a su amado, un aviador, cuando se estrella con su avioneta en una pruebla aérea. Desde entonces, Hélène no sale de casa y no quiere ver a nadie, ni mucho menos tener el más ligero contacto con un hombre. Más tarde, decide hacerse aviadora. ¿Por qué? Ni se sabe, ni nos lo explican. Ella dice que allí, en las nubes, si mira hacia el disco solar ve reflejada la efigie de su difunto amor. Vale, nos lo creemos.
Andréani tiene buen gusto con los escenarios y sus encuadres son milimétricamente exquisitos. Los intérpretes están correctos. Por allí anda Charles Vanel con treinta y un años (aunque tiene la misma apariencia que a los cincuenta) y también Mary Harald, la sensible Tih Minh de Feuillade (pero aquí es una arpía insufrible). Sin embargo los enigmas del guión se mantienen y aumentan. ¿Por qué no permite Hélène que la besen en la mano? Hacia el final (¿falta metraje?) todo se acelera y vemos incendios de aviones, heridos bajo las alas y reconciliaciones de Hélène con el prota. Por cierto, "el chico", a pesar de estrellarse con su avioneta y ser llevado al hospital para que le venden la cabeza, "no recibe daños mayores porque es un atleta moderno" (véanse los intertítulos).
Bien, ya sabéis lo que os espera. La película no os pesará. Tiene virtudes visuales para manteneros atentos durante la hora y cuarto que dura su metraje. Otra cosa es que sepáis descifrar las mil lagunas que deja abiertas el guión.
Eddie Constanti