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La última película de la trilogía "La condición humana" es quizá también la mejor. Kaji y lo que queda de su compañía emprenden un extenuante viaje hacia el sur, en el curso del cual se tendrán que enfrentar a los enemigos rusos y chinos, pero también a sus propios compatriotas, ya sean soldados desnortados por la derrota o civiles resentidos con el ejército. Como siempre, el viaje físico es también un viaje interior, en el curso del cual el desencanto del comunismo y la denuncia de la violencia y el orgullo japonés son solo parte del proceso mucho más amplio que experimenta su recto protagonista: la progresiva pérdida de fe en la naturaleza humana, incluida la suya propia. Finalmente, el único motor de su penosa existencia acabará siendo el deseo de reencontrarse con su esposa. Si la primera mitad se apoya en una estética arriesgada, marcada por los planos holandeses, los congelados y la voz en off, la segunda vuelve a un cierto clasicismo para subrayar el tono épico y dramático del relato. Un bello final cierra una de las más sólidas, profundas y emotivas muestras de humanismo cinematográfico, que por momentos coloca a su autor a la altura de Kurosawa, Renoir o Ray.