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Drama romántico inexplicablemente flmado en el Gran Cañón, Cecil B. DeMille probablemente trataba de enfatizar la grandiosidad de su tema: la reencarnación. Sin embargo, su verdadera intención era entregar el habitual producto de taquilla: en este caso un choque de trenes, un buen combate con espadas, una sesión de azotes, una quema de brujas, no una sino DOS noches de bodas que amenazan la virginidad, más su reconfortante afirmación religiosa habitual.
La trama sigue a dos parejas: los recién casados sombríos Joseph Schildkraut y Jetta Goudal están en conflicto y con su matrimonio no consumado, mientras que la atlética Vera Reynolds abandona a su aburrido prometido por el viril ministro, William Boyd. Pronto, sin demasiadas explicaciones, todos se encuentran en el mismo tren a San Francisco; se produce un descarrilamiento (sin más) y luego todos son disparados por una máquina del tiempo demilliana a la era isabelina. ¿No es genial?
Sin duda los protagonistas son muy atractivos, especialmente William Boyd, cuyo entusiasmo juguetón sugiere a un Errol Flynn temprano. A pesar de interpretar tanto a una novia inocente como a una gitana morena, la exótica Jetta Goudal tiene poco carácter para desarrollar, ya que ambos roles son unidimensionales. El Joseph Schildkraut del siglo XX se convierte en un protagonista creíble, pero el Schildkraut del siglo XVII tiene un aire dudoso y un arete de perlas, anticipando a la "Daphne" de Jack Lemmon en "Con faldas y a lo loco".
Al final, lo más impresionante es, de nuevo, la facilidad con que DeMille logra agrupar grandes pedazos de romance, drama, acción, historia antigua y espectáculo en este vehículo de ritmo rápido. Pero cualquiera que busque un tratamiento reflexivo sobre la reencarnación, es mejor que lo haga en otro lado. Ah, se nos olvidaba la coletilla, la guinda en el pastel, la frase final de la película (léase con entonación entrecortada): "¡Tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria para siempre!". ¿Adivináis a quién se refiere?
(Eddie Constanti)