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Con la viruela como elemento perturbador del destino (no hay que olvidar que en la época en que se filmó esta película, la gente moría por esta enfermedad), Protazanov dibuja un cuadro apasionado de dos seres unidos por el arte y destruidos por la desgracia. Mosjoukine y Lisenko, por entonces marido y mujer, son los intérpretes ideales para un drama de estas características.
El filme discurre por escenarios lujosos y la cámara se muestra especialmente preciosista en la segunda parte de la historia, cuando la cantante cae presa del mal y el interior de su casa, en cuarentena, se llena de sombras y rincones oscuros. El velo que porta Lissenko para no poder contemplar los estragos de la enfermedad en su rostro es también el símbolo de su decadencia como actriz e incluso como mujer. Es patético verla recorrer las habitaciones en busca de un espejo, ya que se han retirado todos por orden del doctor.
En suma, Protazanov aprovecha una simple anécdota para llenar un mediometraje de aciertos visuales y con un final cargado de tintes trágicos, como no podía ser de otra forma.
Eddie Constanti