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Confieso que no he leído la novela de Margaret Kennedy, aparecida en 1924. Fue un éxito de ventas, entre otras cosas porque se ofrecía un cuadro un tanto audaz (para la época) sobre las relaciones de una joven de catorce años con un famoso compositor. Michael Balcon, el gran productor británico, vio en ella potencial para llevarla a la pantalla y encargó el guión a Alma Reville, esposa de Hitchcock. Para la producción no se reparó en gastos: los mejores escenarios, los intérpretes más cotizados (con el gran Ivor Novello a la cabeza)... Sin embargo, al menos según nuestro modesto punto de vista, la cosa no funcionó... o lo hizo a medias.
¿Por qué? Suponemos que la densidad de la novela era demasiado compleja para ser trasladada al cine. Hasta más allá de media película no podemos entrar en el corazón de los personajes, que se mueven a veces incomprensiblemente, como el mismo Lewis (Novello), con reacciones infantiles, impropias de un ser adulto y que cuenta con una carrera prometedora. Les falta profundidad, no sabemos cómo piensan, cómo sienten, por qué actúan del modo en que lo hacen. Luego, hacia el minuto noventa, por fin empezamos a entrever los motivos de sus actos, la razón de sus afectos, sus virtudes y sus defectos. Aunque para entonces, a falta de quince minutos para concluir la trama, ya es demasiado tarde.
Película descubierta en 1992 en uno de los sótanos del FBI, hasta entonces se creía perdida. Se ha llevado otras dos veces a la pantalla, la última con Charles Boyer, Joan Fontaine y Alexis Smith como protagonistas, lleva un molesto contador al pie, que hemos tapado. A pesar de que Kevin Brownlow la describe como "una de los filmes más importantes del final del silente británico", a nosotros nos parece que se queda en un estricto "quiero y no puedo", aunque se siga con interés en todo su metraje.
Eduard José Gasulla