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El más desconocido, quizá, de los cómicos que ha tenido el cine. Se llamaba Marcelo Fernández Pérez. ¿El nombre no os dice nada? Bien, añadamos que en la pequeña historia de los pioneros cinematográficos se le conoció como Marcel Fabre, quien hizo famoso al personaje de Robinet.
Nacido en Madrid, en 1885, llegó a Italia en 1910 para empezar su carrera en la famosa Ambrosio Films y a lo largo de su corta vida (murió a los cuarenta y cinco años), se le atribuyen más de doscientas películas. En 1916, con su Robinet (muy bien aceptado por el público), a cuestas, se fue a Estados Unidos donde interpretó varias películas y también dirigió cortos cómicos (algunos con el entonces desconocido Oliver Hardy) y westerns. Moriría en Los Ángeles en 1929, justo cuando el sonoro ya era una realidad en muchos países.
El humor de Marcel Fabre era, si queréis, bastante primario. Muy dado a la pantomima y al gesto exagerado, en sus películas no faltaban las caídas y persecuciones propias del slapstick (bufonada o payasada), pero a la vez se advertía un estudio del personaje y de sus derivaciones propio de una mente observadora. Sin embargo, Fabre fue también capaz de crear obras de mucha mayor enjundia, como "Las extraordinarias aventuras de Saturnino Farandola".
Sin duda influido por las películas de los Méliès y de Chomón, Fabre despliega en esta obra sorprendente un sentido del ritmo y de la imaginación completamente al margen de las grandes epopeyas y suntuosos peplums que poblaban por entonces las pantallas italianas. Con la cámara fija, se permite volar con un peculiar globo aerostático, pasear por el fondo del mar y mezclarse con los monos, su familia de adopción. En una enloquecida serie de secuencias a cual más impensable, su esposa es engullida por una ballena, alguien roba un elefante blanco en Siam, él debe comandar el ejército de Milligan del Norte y los piratas amenazan con acabar con su vida.
Su inventiva es contagiosa y el humor que se nos ofrece sin tregua es capaz de hacer reír al más serio de los mortales. Fabre no es un Méliès, admitámoslo, pero queda claro que tampoco se lo propuso al realizar esta película. La historia es un disloque continuo y uno se pregunta, mientras la ve, cómo es posible que en 1913, con casi todo por descubrir en el mundo del cine, cupiera un cerebro tan ágil y creativo.
Eddie Constanti
