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Se llamaba Charlotte Elisabeth Germaine Saisset-Schneider, aunque todos la conocemos como Germaine Dulac. Antes de ser directora fue periodista, hasta que se interesó por el cine, medio en el que realizó innumerables cortos, casi todos experimentales y adentrándose pronto en la estética impresionista y surrealista. ¿Quién no ha visto su "La coquille et le clergyman", por ejemplo? Una buena parte de la historia cinematógrafica francesa le corresponde, junto a nombres como Deluc, L'Herbier, Epstein, Clair y tantos otros. Se atrevieron a crear un lenguaje diferente cuando todo o casi todo quedaba por descubrir.
Hemos hablado de sus cortos; más difícil es dar con alguno de sus escasos largometrajes y éste que os traemos acaba de salir del "horno" de KG, es decir que es toda una primicia digna de este foro. Hablemos de "Le diable dans la ville". Me imagino --a mí me pasó--, que tras las primeras imágenes quedaréis algo "descolocados" con lo que veis, no por la forma de lo que se nos explica, sino por el fondo. Una sensación que desaparece a los cinco minutos escasos, cuando la historia te prende, te engancha y te interesa hasta el final. Se trata de un relato fechado en el siglo XVI, en una pequeña villa de la Francia, llena de supersticiones, de miedos y de misterios. Hasta que llega un desconocido para quedarse a vivir allí, puesto que ha visto una moza que le satisface. Ahí empiezan las situaciones diabólicas: estatuas religiosas que se rompen en pleno vendaval, locuras contagiosas entre la población, un alcalde que no quiere preocupaciones y sólo desea mirarse el ombligo constantemente, el supuesto diablo que toma posesión de las calles... diversión, intriga, gran dosis de humor y un desenlace que nos recuerda que los peores demonios son los que uno mismo se busca.
Con una fotografía límpida y brillante, y una interpretación general excelente (¡fantástico ese alcalde!), lo mejor queda por descubrir: casi toda la película está rodada en estudio. Sí, sí, callejones, murallas, torreones, establecimientos, todo de cartón-piedra. Y el caso es que no nos importa en absoluto ni la directora se preocupa lo más mínimo de disimular ese detalle. Hay tanta ironía, tanta retranca burlesca en cada escena, que los sesenta y un minutos se nos pasan en un abrir y cerrar de ojos.
Dulac no tuvo suerte con la llegada del sonoro; en 1934 "colgó las botas" porque apenas recibía ofertas interesantes. Nos queda su estupendo legado, como esta joyita que hoy os presentamos con el deseo, como siempre, de que vayáis descubriendo (y amando) este caudal de cine primerizo que cada día nos trae cosas más impensables.
