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Sensible y emotivo melodrama el que nos ofrece Epstein, dividido en dos franjas de tiempo que se desarrollan en veinte años. 1904: la condesa Maresco protege a su amante, el hijo de un magnate de la industria del automovilismo que ha caído en desgracia... y en bancarrota. Le ayuda a escapar de los acreedores y trata de subsanar, con su misma persona (física), las deudas de Jacques. Éste le ha dejado un hijo y ha desaparecido de Francia. 1924: la historia se repite; el hijo de la condesa, un muchacho débil y enfebrecido por el mundo de las apuestas, debe recurrir a su madre cuando se descubre que ha robado miles de francos en fichas del casino. Al mismo tiempo, Jacques, ahora convertido en un personaje multimillonario, regresa a Francia y su reencuentro con la condesa será inevitable.
Amante-madre en el caso de Jacques, mater amatissima, en el caso de su hijo, la figura de la condesa (una impresionante Nathalie Lissenko), se alza como heroína principal de la trama. Lo que hizo por su amante, lo hace de nuevo por su hijo. Nació para proteger. Torturada, honesta ante todo el enjambre de vividores y aprovechados que la envuelven, parece tener un solo destino en su vida: acoger bajo sus alas a los dos seres con quienes el destino le ha concedido convivir. Epstein no se priva de adornar la historia con interiores espectaculares, escenas de un dramatismo lacerante y una planificación elegante que tiene su culminación en ese momento del reencuentro del trío: ex amante, hijo que por fin sabe quién es su padre y amante-madre que acepta la proposición de Jacques para el bien de su torcido retoño (y, quizá, también porque en el fondo de su corazón sigue amando a Jacques).
Obra redonda de Epstein, película que os pondrá la piel de gallina en más de una ocasión y retrato desnudo de una mujer que ha convertido el sacrificio en su leit motiv principal. Por cierto, ¿sabéis quién es su amante-protegido juvenil y el padre de su hijo? Jean Angelo (Monte Cristo, Robert Macaire...). No os digo más.