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Pocos habrán que no conozcan la historia de Oliver Twist, tantas veces llevada a la pantalla y a los escenarios. Ésta, dirigida por Frank Lloyd, bien pudiera ser la más fidedigna a la novela de Dickens. Al menos así lo acreditan diversos historiadores de la obra del renombrado inglés. En principio, se trataba de profundizar en el filón que significaba Jackie Coogan en esa época, tras su rotundo éxito en "El chico", de Chaplin. Pero Lloyd no se dejó seducir por los deseos de la productora y terminó desarrollando un filme donde todos los personajes tienen la importancia que merecen y particularmente Oliver no destaca en este sentido.
Los ambientes del lumpen londinense son magníficos, no simples decorados, y muchas de las escenas están filmadas en plena calle. La puesta en escena es ágil y se huye del fácil sentimentalismo para ofrecer la cara más amarga del relato, algo con lo que Dickens hubiese estado de acuerdo, si leemos su propia introducción a la película. En el apartado interpretativo todo el mundo cumple y transpira, con su físico, un halo de autenticidad. Por supuesto, Fagin no podía ser otro que Chaney, un Fagin a miles de años luz del creado por Ron Moody en el musical "Oliver!", muchos años después: Chaney es un viejo encorvado, de aspecto miserable, calculador, traicionero y con instintos verdaderamente criminales, que sólo siente miedo ante el malvado Bill Sykes. A uno, por simple mimetismo, le duele la espina dorsal cuando piensa en las horas en que Chaney tuvo que andar agachado durante el rodaje.
Película que no se hace monótona, por mucho que sepamos la historia de memoria, tiene un sorprendente final pero que es acorde con los deseos del propio Oliver, desconocedor de su identidad. Coogan queda de pie, frente a la cámara, con los brazos en jarras, muy satisfecho, y el intertítulo indica: "¡Su nombre era Oliver Leeford!".