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¿Comedia de costumbres? ¿Vodevil semicamuflado? ¿Drama? ¿Comedia? De todo y bastante más. Molander tritura en su "batidora" mágica a cada personaje de su obra y los desnuda, metafóricamente hablando, para mostrarnos hasta el el último reducto de su personalidad. La cadencia de todas esas relaciones cambia casi con cada escena y lo que hoy es amor, mañana se puede convertir en desprecio, la necesidad en dependencia o el resentimiento en atracción.
Con alguna imperfección en el penúltimo rollo. La imagen es bastante decente, aunque con poca luminosidad.
Pasiones y venganzas se alternan en esos dos apartamentos y Molander sólo tiene que seguir con su sabia cámara y sus elegantes planos a unos y a otras para que muestren hasta el último aliento de verdad o mentira que llevan dentro. En una caleidoscópica sucesión de encuentros, los personajes se aman y se separan, se utilizan y se compadecen. No hay maldad ni bondad: sólo existe la propia humanidad del ser humano, con sus flaquezas y sus virtudes.
La figura de Miles Mander destaca pronto entre todo el reparto (y nadie está mal en la película). Mander, cínico e inteligente, "bestia" de la pantalla donde las haya, roba planos cada vez que asoma su rostro. A los más veteranos quizá os recuerde, porque se parece mucho, a un actor español ya casi olvidado: Ángel Picazo. Bigotito y elegancia natural, Mander termina ganando en esa difícil partida de ajedrez en que se convierte la película, por la simple lógica de un razonamiento que se fundamenta en el arte de vivir y observar.