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Me cuesta creer que finalmente haya podido ver la nueva película de Hayao Miyazaki, uno de los pocos genios vivos que quedan en esto del cine, un narrador único, irrepetible, que ha dejado como legado algunas de las mejores películas de animación de la historia. Tras el chasco que supuso la anterior película de Studio Ghibli, Gedo Senki, que demostró que el hijo de Hayao no había heredado ni una pizca de su talento, Miyazaki padre retoma las riendas del estudio para ofrecernos otro maravilloso relato sobre la amistad y el amor. Una fábula, un cuento, una película intimista, profundamente emotiva, más pequeña en intenciones pero con un corazón gigantesco.
La historia de amor entre un pequeño niño de cinco años y un pez, Ponyo, que podía haber caído fácilmente en la tontería sensiblera en manos de cualquier otro director, se convierte gracias a Miyazaki en una completa maravilla, una obra digna de escuchar, ver, disfrutar y no olvidar. Desde el primer minuto, se nota el cariño puesto a cada fotograma. Y lo que parecía una animación simple se torna profundamente trabajado, con unos sombreados que quitan el hipo y algunas escenas que desafían todo lo que hasta ahora parecía un techo técnico. Todo está hecho manualmente, no hay CGi, una decisión casi suicida a día de hoy y que ni siquiera otros grandes maestros del lápiz (Makoto Shinkai, Satoshi Kon, Bill Plympton) son capaces de hacer.
Miyazaki, con más de seis décadas a sus espaldas, lo hace y deslumbra, no se queda en la superficie, presenta cuadros en movimiento y les da un fondo, un objetivo, que no es sino narrar una historia universal, atemporal y que conmoverá a cualquiera que realmente se preste a ello. Una cinta que no está al nivel de sus más grandes obras (La Princesa Mononoke sigue siendo insuperable), pero que por su acabado técnico, su maestría en la narración, su capacidad de enternecer, la sublime banda sonora de Joe Hisaishi y mil razones más, debe ser vista y disfrutada sin discusión