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Sátántangó


General

Titulo original: Sátántangó
Nacionalidad: Hungría
Año de producción: 1994
Género: Drama

Otras personas

Director: Béla Tarr
Escritor: Béla Tarr; László Krasznahorkai
Productor/Estudio: Mozgókép Innovációs Társulás és Alapítvány; Télévision Suisse-Romande (TSR); Vega Film; Von Vietinghoff Filmproduktion; Magyar Televízió
Compositor: Mihály Vig
Fotografia: Gábor Medvigy

Funcionalidades

Duración: 439
Pistas de idioma: Húngaro
Idiomas de los subtítulos: Castellano
Modo de color: Blanco y negro
Fuente ripeo: HD
Soporte: x264
Tipo archivo: MKV
Calidad imagen: Excelente
Peso: 3,8 Gb

Reparto

  • Mihály Vig
  • István Hováth
  • Peter Berling
  • Erika Bók
  • Miklós B. Székely
  • László Fe Lugossy

Sinopsis

La historia relata gradualmente los problemas una granja colectiva durante unos pocos días de otoño en los años de la Hungría post-comunista, observada desde la perspectiva de distintos personajes.

Comentarios

Ripeada por Arupa a partir de un xvid de 4,8 GiB

En nuestra civilización el tiempo es oro. Paradigma de la acción: cerrar un negocio lucrativo mirando al reloj. Se deben alcanzar los objetivos por el camino rápido, atajando en línea recta. Así se asegura el provecho, lo rentable, la productividad.

Pues bien, dejando tal noción fuera de combate ya con el plano inicial, los ocho minutos dedicados a mostrar cómo unas vacas salen de la cuadra, Bela Tarr deja claro que no pretende un producto industrial.

Los personajes (los torpes campesinos y todos los demás, en especial el inflado doctor, que vive pegado a una garrafa de brandy de frutas) beben sin cesar destilados de alta graduación. Esa creciente embriaguez es la misma para lo temporal: no se escatima ni ahorra; se dispone del tiempo como de un continuo ilimitado, indivisible y eterno. Según un personaje, es en la Eternidad donde los actos cobran valor y deben justificarse, no en la temporalidad parcial y rasante del mundo humano.

Rige la película un Tiempo circular, en constante ramificación multidireccional. Las escenas vuelven, a través de otros ojos, entrecruzándose las perspectivas.
La narración se extiende seca, sin apoyo poético, a todo lo ancho sobre la llanura desolada, sus árboles pelados y sus barrizales, sus perros tiñosos y sus cristales rotos, hasta atrapar su triste espíritu, con procedimiento rigurosamente materialista, de fisicidad en ocasiones agobiante (respiración asmática, eructos y borborigmos, lluvia constante que cuela humedad por las rendijas, y se diría que también por los bordes de la pantalla), pero espíritu al fin, presente, con la consiguiente conmoción.
Asoma en la profundidad perpendicular de los planos: esas ventanas al fondo de una larga estancia oscura, esos edificios remotos que se alcanzan tras larga caminata, el espectador a la espalda, acompañando al personaje; esos primerísimos planos que pronto derivan en hondos retratos…

Desmantelado el régimen comunista, el paternalismo estatal da paso a una nueva forma de dominación por la misma casta de burócratas y allegados: turbios agentes del poder que en privado proclaman abiertamente un nietzscheano discurso sobre señores y siervos, aplicado en ingeniería social siniestra, tan desalmada que el punto satánico incluido en el título no obedece a exageración.

Se podría objetar que alguna de las doce secciones es irregular (sí, pero no excéntrica), y que alguna de las escenas se prolonga en exceso, pero es que el manejo de lo temporal es ya desde el principio puro exceso, prodigalidad dionisíaca, derroche orgiástico.
Puestos a tomarse todo el tiempo del mundo hasta la embriaguez total, ¡para qué reducir de siete a seis horas, aplicando criterios económicos a costa de romper casi seguro el ritmo despacioso del tango magiar!
Esa entrada del ahorro lo volvería aún más satánico.
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Convertida por diversas razones, entre ellas su extensión, en una película de culto, Sátántangó es ciertamente una experiencia cinematográfica radical, esencialmente distinta a cualquier otra. Las similitudes que algunos críticos han trazado con el cine de Dreyer, Tarkovsky o Antonioni pueden ser pertinentes en aspectos parciales, pero no acaban de explicar el extraño y malsano magnetismo de una obra que explora, durante siete largas horas, la idea misma de la decadencia y la entropía. Buena parte de la fascinación proviene precisamente del contraste entre el rigor de su puesta en escena –encuadres simétricos, planos de diez minutos, fotografía en un B/N dominado por los grises, relato fragmentado en el tiempo y el espacio, hipnótica ¿música? de acordeón y ruidos– y el carácter sórdido y feísta de su contenido, tanto del ¿tema? principal como del ¿argumento? Dicho esto, 420 minutos son muchos minutos, y en ocasiones (la famosa secuencia del baile es el ejemplo más claro, pero no el único) se hace difícil no pensar que el alargamiento infinito de los planos no obedece a otro criterio que el viejo “épater le bourgeois”. Y Tarr no necesita recurrir a ese truco fácil para impactar al espectador: su fuerza visual y el suspense implícito en su errático y sin embargo férreo guion lo logran sobradamente. Deslumbrante en ocasiones, molesta en otras, desmesurada siempre, no es una película perfecta –si es que algo así existe–, pero sí mucho más sólida, intensa y sugerente de lo que uno podría esperar conociendo únicamente su temática y duración. Porque pese a ellas –o quizás precisamente gracias a ellas, en cuyo caso esta crítica carecería de sentido y nos encontraríamos ante una obra maestra absoluta que explora nuevas vías de concebir el cine, para las que quizá aún nos estemos preparando– la película, una vez vista, se queda dentro de uno. Juzguen ustedes mismos. Pero recuerden: 420 minutos.