Comentarios
El latin-lover, el sex-symbol por excelencia que ha dado el cine, esa figura que, sólo con ver su perfil, es tan reconocible como Charlot o como King-Kong. Rodolfo Valentino, el amador de las féminas, aquel por quien las damas esperaban hora y pico sólo para ver cómo besaba a Agnes Ayres o a Vilma Banky, pongamos por caso.
Nació en Castellaneta (Tarento), en 1895. Mal estudiante, su madre lo mandó a París para ver si lo hacía un hombre. Él se gastó todo el dinero familiar y como en Italia tampoco daba una a derechas, lo enviaron a Estados Unidos, a probar fortuna. Alli, Rodolfo hizo, como vulgarmente se dice, "la calle": jardinero, camarero, bailarín y macarra. Hollywood le brindó la oportunidad de triunfar y él no la desaprovechó: en "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" bailó un tango que fue su entrada por la puerta grande en el mundo del cine. El resto, ya es historia: fama, fortuna, amoríos, matrimonios hechos y deshechos, la cumbre del éxito... y un final muy poco romántico, como fue su muerte, a los treinta y un años, por una maldita peritonitis.
Era una estrella de tales dimensiones que supo desaparecer como los grandes, para dejar su leyenda servida hacia siglos venideros. Sólo alguno/as mitos universales han logrado esa gloria: Marilyn, James Dean... pocos más.
Basada en la célebre obra de Vicente Blasco Ibáñez y por fin restaurada, "Sangre y arena" vino a reafirmar el mito Valentino tras su famosos tango de "Los cuatro jinetes del Apocalipsis". Aquí es Juan, un chaval de los suburbios de Sevilla, que de la noche a la mañana se ve saludado por la fama y, con ésta, con la perfidia de una mujer que a la postre le será más malvada que las astas del toro con quien se enfrenta cada domingo.
El paso de Juan de niño maletilla a figura del coso desaparece de esta versión cinematográfica y, con ello, de buena parte de la obra de Vicente Blasco Ibáñez. Una obra que apenas reaparece en la escena final, con Juan agonizante por la cornada toruna y el intertítulo que nos habla de "la bestia de diez mil cabezas" (el público que asiste a tan salvaje exposición, escudándose en aras de la supuesta fiesta nacional y de valores patrios con que la racionalidad no tiene puntales donde basarse).
La película funciona por lo cromático de su trama y por el despliegue de figuras del elenco, con Valentino a la cabeza, Nita Naldi como doña Sol (¿qué tendría esa mujer de sublime que nosotros no acertamos a ver?), Rosa Rosanova (la madre, la mejor de todos), Lila Lee, etcétera. Fred Niblo se deja llevar por el texto de Blasco Ibáñez y no se busca mayores complicaciones, las escenas taurinas son parcas y discretamente filmadas y a Valentino le van creciendo los pelos de las cejas a medida que avanza la proyección, como para demostrar que a los españoles que sufrimos mucho se nos añaden poros capilares al hacernos mayores.
Título mítico, que conoció al menos dos remakes, queda para la historia como uno de esos episodios coloristas y folclóricos de una España como nos contemplan los foráneos y que, desde luego, nunca fue, como reza la copla, "como la de Merimée".
(Eddie Constanti)