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Para mí, la obra maestra de Naruse en su época silente. Disección perfecta de una pareja en crisis, ella es animosa y está dispuesta a ceder lo que sea necesario para que su hijo pueda culminar una carrera; él es un hombre inútil, en toda la acepción de la palabra. Nunca será capaz ni siquiera de luchar por obtener un trabajo; cuando debe proteger a su mujer del ataque de un cliente rico que quiere poseerla, recibirá un empujón que reúne todas sus limitaciones físicas y espirituales que configuran su condición de perdedor.
La pareja finge aspirar a ser feliz desde el regreso del marido, pero no hacen más que engañarse a sí mismos (sabiendo, además, que se están engañando), con una falsa esperanza de prosperidad. Se vislumbra el final desde la primera aparición del marido, con un físico que, como dice Ramón Alfonso en Patio de Butacas, podría ser muy bien un sosias de John Carradine. La cámara se centra, o más bien se recrea en los rostros de los intérpretes, alcanzando el primer plano con los zooms característicos de Naruse, explorando cada atisbo de sentimiento, cada hálito de personalidad.
Impresionante el trabajo de Sumiko Kurishima, la esposa, triste, alegre, esperanzada, desengañada, lúcida en cualquier caso. Y el del marido ya descrito, Tatsuo Saito, uno de los actores que mejor hemos visto aguantar un primer plano y transmitir sus demonios internos. La escenografía no podría estar mejor cuidada, con esas escenas exteriores del padre jugando a béisbol con un grupo de muchachos, modélicas en todos los sentidos.
El drama penúltimo de la cinta, que conduce al posterior destino del padre, es estremecedor. La madre, abrazada al hijo herido, le suplica: "Sé fuerte, hijito" (algo que nunca pudo ser el padre). Una conclusión inmejorable para una película terrible, pero bellísima a la vez.