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Drama casi victoriano que no logra del todo acertar con la transición entre las desventuras de esa madre y su bebé y la aceptación final del abuelo. Por supuesto, el protagonismo corre a cargo de Baby Peggy, en el papel de dicho bebé cuando crece. La niña hace bailar a toda la familia con sus ocurrencias y hasta se permite cambiar uno de sus vestidos con volantes por los andrajos de una pobre gitanilla que mendiga por la calle, a cambio de... ¡un plátano!
La película no carece de humor, como por ejemplo el de las escenas entre la nodriza, acostumbrada a leer a la niña romances teñidos de erotismo muy al gusto de la época, o el gag de la institutriz con la cara manchada de chocolate. La credibilidad de la trama se ve bastante afectada por aspectos como el regreso del padre, después de años de cárcel sin tener contacto con su esposa, que, "por pura casualidad", coincide con su hija (él no sabe que lo es), dentro de la gran ciudad.
De todas formas, en producciones como ésta lo que interesaba a la platea era ver las andanzas de Baby Peggy y en ese aspecto no hay duda de que la cinta consigue su propósito, por encima de cualquier otra consideración. Peggy es un torbellino que circula entre el dormitorio y la cocina con total desenvoltura, pero siempre dentro de los baremos de lo que podríamos considerar un comportamiento normal en una niña de su edad, es decir, traviesa pero sin mala intención y, por supuesto, sin ese matiz de sabihonda entrometida que tuvieron otras "prodigios" antes y después de ella.
Eddie Constanti