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Con Mack Sennett como supervisor y buena parte de su troupe en el reparto (Ford Sterling, Mal St. Clair, Chester Conklin, Ben Turpin, etcétera), no cabía esperar otro resultado como el que se nos ofrece: una brillante mascarada bélica que algunos podrían considerar como un "ajuste de cuentas" de los americanos contra los germanos, pero que a nosotros nos parece que ni siquiera el guionista se planteó presentarla como tal. Se nota que su objetivo principal era pasárselo bomba y, recíprocamente, nos lo hace pasar a nosotros.
La película se filmó concluida la guerra y los prusianos, como es lógico, reciben la peor parte de la historia. Ahí tenemos al káiser, un títere dominado por su esposa, a su hijo, el príncipe coronado, mequetrefe enamoradizo, a Hindenburg, un rechoncho con guardaespaldas incluido y a un Ben Turpin representando a un soldado prusiano. Abundan las caídas y los tortazos, la astracanada más desbocada y un jolgorio general, todo ello resaltado por unos intertítulos de una comicidad irresistible (a Hindenburg le llaman "Hindy").
Los americanos tampoco quedan demasiado bien parados. El oficial que debe introducirse en las líneas enemigas se viste de fémina y a fe que sus movimientos son los propios de una mujer seductora. Un travesti de tomo y lomo. Y cuando, hacia el final, los aviones aliados lanzan bombazos contra las posiciones alemanas, aparece un rótulo que reza: "Mensajeros de la democracia" (!) Pero los gags no terminan aquí, ni mucho menos (hay que ver a ese vendedor ambulante ofreciendo cruces de hierro a cinco marcos cada tres piezas).
La copia no es de lo más florido que hemos traído Y eso es todo, que no es poco. Sesenta y cinco minutos de sano cachondeo respecto a un tema que no tuvo nada de risible. Si los prusianos hubiesen sido tan bobos como los de la película, hasta los mismos belgas habrían podido acabar con ellos sin ayuda de nadie.
Eddie Constanti